Antonio Fernández Vicente, Universidad de Castilla-La Mancha
Virginia Woolf afirmó haber escrito su novela Las olas en un estado mental próximo al trance. En realidad, era así como concebía la actividad de escribir, como la suspensión temporal de las rutinas de la vida diaria. Al escribir, dejamos de lado gran parte de ese mundo cotidiano que nos ocupa y preocupa y nos concentramos en aquello que nos proponemos consignar en la página.
Sin embargo, Woolf añoraba las relaciones humanas de las que se apartaba al escribir un libro, y en una carta a la compositora Ethel Smyth le preguntaba: “¿No te ocurre que cuando escribes el mundo desaparece, salvo esa parte concreta que te sirve para escribir que, de hecho, se vuelve indecentemente nítida?”.
Escribir es una experiencia en cierto modo mágica: el mundo de alrededor desaparece y otro mundo interior germina y nace por arte de magia, a voluntad del escritor-demiurgo. La escritura reviste un aura de misterio y quizás esconda un enigma, es siempre simbólica porque dice más de lo que parece y puede constituirse como una promesa en cierto modo farmacológica. Consagrarse a escribir un diario, por ejemplo, viene a ser algo semejante a la confesión de secretos. Al volcar las confidencias y ese universo íntimo en la página, se siente alivio, como si el escritor llevase una pesadísima carga que castiga a cada instante y, para no reventar, escribe.
La escritura responde a la urgencia de sacar fuera lo que sentimos, pensamos o imaginamos. Ray Bradbury sostenía que era una especie de terapia, una forma de supervivencia como cualquier otro arte. Si dejaba de escribir un solo día, se inquietaba, comenzaba a temblar y veía incluso señales de locura inminente: “Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya”.
Escribir no es solo una operación funcional, aunque la escritura se inventase como aide-mémoire para recordar lo que la memoria hacía caer en el abismo del olvido, como los libros de contabilidad o la banalidad de la lista de la compra. Podría ser que, como observó George Orwell en ¿Por qué escribo? (2021), algún demonio interior nos impulse a escribir, según el mismo instinto que lleva a un bebé a gimotear para atraer la atención.
La escritura puede dar respuesta a la necesidad de autoafirmarse con la propia caligrafía, que es única y prueba de identidad y existencia. Es lo que conduce a grafiteros a estampar su nombre en los muros de las ciudades: el anhelo de hacerse visible y ser reconocido como un ser humano irrepetible. Una carta manuscrita también dice por su forma mucho más que el mero contenido de lo que se ha escrito.
Sin embargo, por mucho que podamos personalizar el tipo de letra o que los procesadores de textos simulen la caligrafía, la escritura manuscrita es la única capaz de revelar no solo los trazos psicológicos de una persona, sino su estado de ánimo en el momento de escribir esas líneas. Los caracteres tipográficos que leen ustedes ahora estandarizan la escritura, como bien observó Elisabeth Eisenstein (2010) a propósito de la invención de la imprenta en el siglo XV. Escribir a mano hace que lo escrito sea más vivo y diverso.
La escritura frente al habla
Escribir es una forma de comunicación muy diferente de la palabra hablada, propia de la oralidad. Marca el tránsito de una cultura dialógica basada en la copresencia a otra en la que alguien escribe en un lugar y tiempo, y el que lee lo hace en otros lugares y tiempos. Sugería Rousseau en el Ensayo sobre el origen de las lenguas (2006) que mientras el habla es una lengua natural y más espontánea, la escritura pertenece al campo de la razón y la reflexión.
El habla no puede ser más que interpersonal y participativa. Al contrario, la escritura como habla almacenada implica distanciación: separa al escritor del lector, y al propio escritor de su propio texto. No es lo mismo enfrentarse a una página en blanco que mirar a los ojos a alguien, y esta grieta proporciona a quien escribe una cierta libertad. Decía el escritor Haruki Murakami que escribir es como enclaustrarse. A veces literalmente, pero “en el fondo, cualquier sitio donde uno se ponga a escribir se transforma de inmediato en una habitación cerrada, en un estudio móvil”.
Lo que se pierde en fluidez y vivacidad se gana en la demora indispensable para detenerse a analizar y a pensar. Mientras hablamos, lo que comunicamos es fugaz y evanescente, pero al escribir, nos tomamos el tiempo necesario para repensar con tiento cada palabra, hacer y rehacer, escribir y reescribir. Cuando escribimos, las palabras son reversibles y susceptibles de infinitas correcciones.
La escritura se constituye en el horizonte del aislamiento de quien en su soledad se reencuentra con sus pensamientos y memorias, los descubre y los transcribe. Es una forma de congelar el fluir del tiempo y diluirse en un paréntesis a ese mundo que reclama atenciones en cada momento. Aunque no siempre es así, y hay escritores a quienes, como a James Joyce, les gustaba oír la algarabía de alrededor mientras trabajaban, “el ruido de la vida”. Y, al contrario, Proust precisaba ese silencio abrumador que a Joyce le parecía una tumba en vida.
No es cierto que se haya dejado de escribir, como no es cierto que se haya dejado de leer. Se escribe continuamente, a cada minuto y en cada lugar, con una rapidez inusitada. Pero las formas de escribir cambian al abrigo de los nuevos ritmos temporales y los modos de ser. Escribir se funcionaliza al extremo y se desacraliza. Pierde su carácter mágico como interludio a la vida cotidiana y se convierte en un acto reflejo y banal cada vez que actualizamos nuestras redes sociales, comentamos en social media o enviamos miles y miles de mensajes de texto en la aplicación de moda. Se escribe tan rápido como se vive.
Aunque no se pueda atribuir una causa directa de la aceleración a innovaciones digitales, tales como el smartphone y la hiperconexión, el mundo digital distorsiona de raíz las circunstancias de la escritura. Un caso concreto es significativo, como lo fue el hecho de que Nicholas Carr (2017) admitiese que para finalizar la escritura de su libro Superficiales tuvo que aislarse del mundo en red.
La distracción constante y la tendencia a la multitarea son obstáculos a la forma podríamos decir mágica de la escritura, en el sentido que le daba Virginia Woolf. Y no porque el mundo desaparezca para dejar que quien escribe se concentre en un solo aspecto que aparece con total nitidez. Más bien por lo contrario: porque se distrae a quien escribe, obligándole a compartir la atención con miles de reclamos constantes que exigen una rápida respuesta. El smartphone satura nuestros sentidos hasta el punto de no contar con el tiempo requerido para una escritura pausada y reflexionada.
Para Jean Baudrillard (2006), la escritura reclama una mirada distanciada, como quien otea desde una ventana, y es contraria a la actualización permanente en tiempo real. Pero la consigna parece ser escribir hasta la extenuación, según los formatos vulgarizados que convierten la magia de la escritura en una sucesión de frases telegráficas. Quizás el hecho de que ciertos algoritmos se permitan recomendarnos respuestas prefijadas a correos electrónicos sea la ilustración más nítida del progresivo empobrecimiento de la escritura.
La aceleración hace que se vuelva más infrecuente el cuidado con el que todo escritor, con mayor o menor destreza, busca elegir las mejores palabras. Escribir es un oficio artesanal, nos decía Giovanni Papini (1964). No entiende de prisas ni de fórmulas tan eficaces como vacías, y ha de ser el fruto de una pericia que se adquiere con años y años de aprendizaje y esfuerzo. En su lugar, se escriben clichés, frases repletas de ofensas a la ortografía, tópicos y composiciones toscas que son el resultado lógico de la premura.
Lejos queda la delicadeza de amar cada palabra y cada oración, de elegir como le gustaba a Flaubert le mot juste, la palabra justa. Como sugería Robert Louis Stevenson, se trata de escribir conforme al arduo entusiasmo del verdadero quehacer literario, el de trenzar una malla que exprese en una bella forma lo que deseamos comunicar para que sea “el tambor que despierta pasiones”.
Este artículo fue publicado originalmente en el número 120 de la revista Telos de Fundación Telefónica.
Antonio Fernández Vicente, Profesor de Teoría de la Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.