Víctor Raúl López Ruiz, Universidad de Castilla-La Mancha
Europa “nunca se hizo de una vez, ni como una obra de conjunto”, tal como reza en su Declaración de principios del 9 de Mayo de 1950. La Europa de Schuman nació pues desde la idea de cooperación socioeconómica, como un proceso político multietápico, en el que la velocidad se decide a través de las condiciones de los protagonistas.
Los objetivos que dieron forma a la UE como entidad supranacional de cooperación pueden presentarse en sus casi siete décadas de bagaje en tres grandes etapas:
La fase de construcción identitaria, iniciada en la posguerra hasta la caída del muro de Berlín, final de la guerra fría en Alemania.
La de integración institucional que arranca desde el Tratado de Maastricht, deteniéndose tras el Tratado constitucional iniciado en 2003.
Por último, la fase actual, marcada por crisis en todos sus pilares.
En esta evolución, fue siempre la sociedad europea la que ha empujado el acelerador o el freno. La necesidad de mejora, junto a un sentimiento de cooperación, hizo viable el supraestado que garantizaba el progreso económico de sus miembros con una sociedad cooperante desde el mercado que evitara los “roces del pasado”.
Recuperar el estado
El gran escollo era superar el pasado recuperando al estado. La división que Alemania imponía al continente era el escollo que salvar, una vez fueron incorporados los sureños y establecidas las principales reglas del juego. Desde la democracia y los derechos humanos, el pueblo rompió con “el ladrillo en la pared” y el sueño de dos generaciones fue real, dando paso a la integración como ciudadanos europeos.
Después, los ciudadanos quisieron más Europa, pero los nuevos objetivos no quedaban claros para el estado.
Primero cayeron las fronteras con la libre circulación de mercancías, capitales y personas; después las políticas monetarias se unificaron con el euro. Pero la competitividad extrema por ser mejor económicamente que el otro y las grandes adhesiones en bloque resquebrajaron relaciones entre los impulsores y el resto. Ya se hablaba sin tapujos de las dos velocidades en el Parlamento y en el Consejo, incluso de una tercera, al abrir en la última gran adhesión del 2004 las puertas al este europeo.
Refundar la Unión, de nuevo para el ciudadano, con una Constitución, acabaría con el sueño europeo integrador. Los estados querían disfrutar de su nuevo prestigio, reclamar su posición, desbordando una crisis económica y política sin precedentes que se forjó tan dentro como fuera del supraestado. El ciudadano fue olvidado al tiempo que ellos se olvidaban de Europa, el formato ya no servía, la burocracia y los fines tampoco ayudaban y el voto caía uniéndose a batallas por la deuda, en las que el capital se antepuso a las personas.
Un proyecto en horas bajas
El desenlace, casi en lo que va de siglo, es desalentador.
Ahora no existe una lucha por formar parte de esto; incluso uno de los motores, Reino Unido, lleva años queriendo dejar el proyecto, pero se presenta el primero a unas nuevas elecciones para un macroparlamento que poco a poco ha ido incorporando populistas, escépticos y radicales con el estado, nacionalismos que sienten con miedo el aliento de una “sociedad pobre”, procedente de guerras y corruptelas, desde oriente y sur (África), que quieren arrebatarles su calidad de vida. Un ciudadano europeo que prefiere ser flamenco, bávaro, corso, lombardo, catalán o escocés, que ha perdido el sentido de la cooperación, del fin integrador de un proyecto social desarrollado por sus estados miembros.
Los políticos en Europa deben recuperar el sueño antes de descomponerlo entre resquicios judiciales en Waterloo, fronteras y vallas a la pobreza no consideradas “comunitarias”, representantes políticos que se someten a los dictámenes de gobernantes estatales, paraísos fiscales amparados en su ordenamiento para el capital, y sobre todo el fin social de cooperación bajo el que se concibió la Unión como medida de evasión de los conflictos armados de otro tiempo.
Errores y aciertos
Para ello, comencemos por hacer una reflexión sobre errores y aciertos, sobre el trabajo del Parlamento Europeo, y su verdadera acción política desde la representación del pueblo europeo.
No nos sorprendamos de la escasa participación de un estado miembro si desde su reciente adhesión nunca superó el 30% (República Checa) o incluso el 20% (Eslovaquia).
No enfaticemos que los que quieren dejar el barco sean los primeros en votar el jueves 23, con una debacle anunciada en su actual gobierno; no presuman de europeos por una mayor participación los españoles cuando unen municipales y autonómicas a un proceso en el que la opinión pública no conoce propuestas, ni candidatos, ni número de escaños…
Europa tiene un grave problema social que solventar, con la oportunidad de mostrar al mundo el camino del desarrollo necesario, que no sólo ha de ser sostenible. Un sueño por terminar de visionarios del crecimiento comunitario.
Víctor Raúl López Ruiz, Profesor Titular de Universidad, Universidad de Castilla-La Mancha
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.